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Otoño, Hojas, Arce, Arce De Azúcar, Amarillo, Orange

Al ser el cambio la única certeza en la incertidumbre de la vida, ¿cómo sería integrarlo, vivirlo y asumirlo como tal?

¿Qué sientes cuando te conectas con esta palabra? En algunas áreas de nuestra vida tal vez lo estemos deseando y lo buscamos, en otras más bien nos atemoriza, nos da rabia y podemos hasta negar que ocurra. Sin embargo, igual sucede, llega y nos desacomoda, nos muestra aquello que valoramos y que nos duele dejar, lo que ya no usamos, lo que no conocíamos de nosotros mismos y nos sorprende, lo que hemos aprendido, aquello en lo que hemos crecido y lo nuevo que nos atrae, nos encanta y con lo que nos sentimos más expandidos. Todo esto lo atravesamos, a veces a rastras, no queriendo mirar y resistiéndonos a que el movimiento suceda, otras veces con los brazos abiertos permitiendo que fluya, u oscilando entre estos dos extremos; lo cierto, reitero, es que sucede.

En nuestro día a día, el cambio se atraviesa en paralelo a las expectativas que adoptamos como una certeza, lo que dábamos por hecho y que de acuerdo a nuestra cabeza debía ser de cierta manera, pero que no se da o se da diferente: en la vuelta que íbamos a hacer pero el lugar estaba cerrado, en la llamada sorpresa que nos da una noticia inesperada, en la discusión que tuvimos en el trabajo, en la cancelación de algo que teníamos super planeado, cuando nos atrevemos a decir algo que no habíamos dicho, cuando alguien llega más tarde de la hora, cuando decidimos o cuando no decidimos… y, aunque por lo general tenemos la idea de que el cambio llega de una manera dramática, contundente, abrupta, fuerte (y así sucede algunas veces), también se da en el proceso de la vida, en las pequeñas-grandes cosas que nos suceden y sobre las que tendemos a reaccionar y juzgar.

A través de nuestra reacción o nuestros juicios podemos rastrear ¿cómo aprendimos en casa a llevar los cambios?, ¿qué decían los papás, cuidadores o abuelos cuando algo inesperado ocurría?, o, ¿cómo actuaban frente a situaciones imprevistas que se consideraron malas o buenas?, ¿cómo decidían sobre las cosas de su vida y cuál era la forma en que lo afrontaban?, ¿qué pasaba con las relaciones y qué emociones predominaban cuando estos cambios se daban?, ¿qué permanece en mí?

Darnos cuenta de que algunos de estos juicios y reacciones pueden ser diferentes, porque ya hemos aprendido o comprendido otras cosas a través de las experiencias, es aquello de lo que nos podemos hacer directa y cien por ciento responsables cada día; prestemos atención a esas respuestas automáticas, reconozcamos el sentimiento que aparece y vayamos a esas pequeñas-grandes oportunidades cotidianas para explorar y decidir otros caminos que nos cambien frente al cambio.

Buena suerte o mala suerte

En una aldea pequeña, hace muchos años, vivía un campesino junto a su único hijo. Los dos se pasaban las horas cultivando el campo sin más ayuda que la fuerza de sus manos. Se trataba de un trabajo muy duro, pero se enfrentaban a él con buen humor y nunca se quejaban de su suerte.

Un día, un precioso caballo negro salvaje bajó las montañas galopando y entró en su granja atraído por el olor a comida. Descubrió que el establo estaba repleto de heno, zanahorias y brotes de alfalfa, así que ni corto ni perezoso, se puso a comer.

El joven hijo del campesino lo vio y pensó:
– ¡Qué animal tan fabuloso! ¡Podría servirnos de gran ayuda en las labores de labranza!

Sin dudarlo, corrió hacia la puerta del cercado y la cerró para que no pudiera escapar.

En pocas horas la noticia se extendió por el pueblo. Muchos vecinos se acercaron a felicitar a los granjeros por su buena fortuna ¡No se encontraba un caballo como ese todos los días!

El alcalde, que iba en la comitiva, abrazó con afecto al viejo campesino y le susurró al oído:
– Tienes un precioso caballo que no te ha costado ni una moneda… ¡Menudo regalo de la naturaleza! ¡A eso le llamo yo tener buena suerte!

El hombre, sin inmutarse, respondió:
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte?… ¡Quién sabe!

Los vecinos se miraron y no entendieron a qué venían esas palabras ¿Acaso no tenía claro que era un tipo afortunado? Un poco extrañados, se fueron por donde habían venido.

A la mañana siguiente, cuando el labrador y su hijo se levantaron, descubrieron que el brioso caballo ya no estaba. Había conseguido saltar la cerca y regresar a las montañas. La gente del pueblo, consternada por la noticia, acudió de nuevo a casa del granjero.

Uno de ellos, habló en nombre de todos.
– Venimos a decirte que lamentamos muchísimo lo que ha sucedido. Es una pena que el caballo se haya escapado ¡Qué mala suerte!

Una vez más, el hombre respondió sin torcer el gesto y mirando al vacío.
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte?… ¡Quién sabe!

Todos se quedaron pensativos intentando comprender qué había querido decir de nuevo con esa frase tan ambigua, pero ninguno preguntó nada por miedo a quedar mal.

Pasaron unos días y el caballo regresó, pero esta vez no venía solo sino acompañado de otros miembros de la manada entre los que había varias yeguas y un par de potrillos. Un niño que andaba por allí cerca se quedó pasmado ante el bello espectáculo y después, muy emocionado, fue a avisar a todo el mundo.
Muchísimos curiosos acudieron en tropel a casa del campesino para felicitarle, pero su actitud les defraudó; a pesar de que lo que estaba ocurriendo era algo insólito, él mantenía una calma asombrosa, como si no hubiera pasado nada
.

Una mujer se atrevió a levantar la voz:
– ¿Cómo es posible que estés tan tranquilo? No solo has recuperado tu caballo, sino que ahora tienes muchos más. Podrás venderlos y hacerte rico ¡Y todo sin mover un dedo! ¡Pero qué buena suerte tienes!

Una vez más, el hombre suspiró y contestó con su tono apagado de siempre:
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte?… ¡Quién sabe!

Desde luego, pensaban todos, su comportamiento era anormal y solo le encontraban una explicación: o era un tipo muy raro o no estaba bien de la cabeza ¿Acaso no se daba cuenta de lo afortunado que era?

Pasaron unas cuantas jornadas y el hijo del campesino decidió que había llegado la hora de domar a los caballos. Al fin y al cabo eran animales salvajes y los compradores solo pujarían por ellos si los entregaba completamente dóciles.
Para empezar, eligió una yegua que parecía muy mansa. Desgraciadamente, se equivocó. En cuanto se sentó sobre ella, la jaca levantó las patas delanteras y de un golpe seco le tiró al suelo. El joven gritó de dolor y notó un crujido en el hueso de su rodilla derecha.

No quedó más remedio que llamar al doctor y la noticia corrió como la pólvora. Minutos después, decenas de cotillas se plantaron otra vez allí para enterarse bien de lo que había sucedido. El médico inmovilizó la pierna rota del chico y comunicó al padre que tendría que permanecer un mes en reposo sin moverse de la cama.

El panadero, que había salido disparado  de su obrador sin ni siquiera quitarse el delantal manchado de harina, se adelantó unos pasos y le dijo al campesino:
– ¡Cuánto lo sentimos por tu hijo! ¡Menuda desgracia, qué mala suerte ha tenido el pobrecillo!

Cómo no, la respuesta fue clara:
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte?… ¡Quién sabe!

Los vecinos ya no sabían qué pensar ¡Qué hombre tan extraño!

El chico estuvo convaleciente en la cama muchos días y sin poder hacer nada más que mirar por la ventana y leer algún que otro libro. Se sentía más aburrido que un pingüino en el desierto pero si quería curarse, tenía que acatar los consejos del doctor.

Una tarde que estaba medio dormido dejando pasar las horas, entró por sorpresa el ejército en el pueblo. Había estallado la guerra en el país y necesitaban reclutar muchachos mayores de dieciocho años para ir a luchar contra los enemigos. Un grupo de soldados se dedicó a ir casa por casa y como era de esperar, también llamaron a la del campesino.

– Usted tiene un hijo de veinte años y tiene la obligación de unirse a las tropas ¡Estamos en guerra y debe luchar como un hombre valiente al servicio de la nación!

El anciano les invitó a pasar y les condujo a la habitación donde estaba el enfermo. Los soldados, al ver que el chico tenía el cuerpo lleno de magulladuras y la pierna vendada hasta la cintura, se dieron cuenta de que estaba incapacitado para ir a la guerra; a regañadientes, escribieron un informe que le libraba de prestar el servicio y continuaron su camino.

Muchos vecinos se acercaron, una vez más, a casa del granjero. Uno de ellos, exclamó:
– Estamos destrozados porque nuestros hijos han tenido que alistarse al ejército y van camino de la guerra. Quizá jamás les volvamos a ver, pero en cambio, tu hijo se ha salvado ¡Qué buena suerte tenéis!

¿Sabes qué respondió el granjero?…
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte?… ¡Quién sabe!

Fuente: https://www.sloyu.com/2017/07/11/buena-suerte-o-mala-suerte/

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